Fundación Casa de México en España presenta su undécima edición de Punto de Foco celebrando la figura y el recorrido de Joaquín Cosío
Desde sus primeros años, Joaquín Cosío es alguien que se habla de tú y de frente con los sucesivos cambios de piel, con la mutación y con esas otras formas de transformación que son el viaje o el desplazamiento de un paisaje a otro. Nacido en la costa occidental mexicana en Tepic, una ciudad capital de la región del Nayar atrapada entre montañas y el océano, fue uno entre ocho hermanos de una familia cuyo padre partió pronto -como miles de otros padres mexicanos- a la frontera estadounidense, en donde terminó estableciéndose antes de que Joaquín, ya casi adolescente, siguiera esa dirección hacia Mexicali y Ciudad Juárez, ciudades fronterizas, desérticas y con climas hiperbólicos a cuyos paisajes parece haber regresado una y otra vez a través de personajes emblemáticos que siempre parecen haber surgido de la inmensidad agreste de paisajes áridos, inhóspitos para el fuereño, entrañables para quien los habita.
No es casualidad que los tres grandes monoteísmos de Occidente hayan surgido en pleno desierto, porque en Joaquín Cosío, el horizonte infinito del norte mexicano debió resultar casi teológico, pues quiso ser monaguillo de parroquia y dedicarse a la vida religiosa hasta que la primera juventud y el deseo lo devolvieron a la tierra, aunque sus siguientes encuentros con la fe serían muy distintos: encarnando el diablo de una Pastorela (2012) y como un detective noir y ateo que debe enfrentar al Maligno mismo en Belzebuth (2017), ambas de Emilio Portes, con quien volvió a hacer migas recientemente en El precio de educarlos (2024), que los alejó de Satán y los devolvió a la comedia pura.
Años antes de eso, Joaquín había crecido en una región de profundo e histórico arraigo cristero -una zona colindante tanto a los relatos como al imaginario de Juan Rulfo- pero bastó el primer contacto con la poesía y la creación literaria para transformar su idea de lo sublime en los pasillos universitarios de Ciudad Juárez -la Santa Teresa recreada por Roberto Bolaño- que lo acercaron a la literatura, a la cátedra universitaria, la locución, el diseño gráfico y finalmente, a los 17 años, a la actuación en teatro. Al fin, había tocado tierra su peregrinaje.
Las inmensas planicies desérticas del norte de México podrán ser áridas, pero también suelo fértil para cultivar a intérpretes legendarios en la historia de nuestra pantalla: María Félix, Dolores del Río, Pedro Infante o Silvia Pinal, sin ir más lejos. El encuentro de Joaquín Cosío, así, tiene algo de accidental y azaroso, pero también de destino manifiesto. Después de probarse a sí mismo en el teatro universitario con distintos montajes, la transformación definitiva llegó con el cambio de siglo cuando, en el año 2000, viajó a la Ciudad de México invitado por el legendario director de escena Luis de Tavira para sumarse al elenco de Felipe Ángeles, un montaje de la Compañía Nacional de Teatro a partir de un texto de Elena Garro.
La capital, por entonces Distrito Federal, fue un catalizador para que Cosío floreciera y se multiplicara. Habiendo dejado atrás toda una vida e incluso una incipiente carrera como catedrático en Chihuahua, abrazó el camino de los castings para cine, logrando papeles de soporte en cintas como Una de dos (2002) o El tigre de Santa Julia (2002) en un periodo en que, con el despuntar del siglo, el cine mexicano entraba en ebullición. Fue en 2001 cuando en un mismo día recibió tres llamadas de confirmación para tres proyectos entre los cuales debía elegir. Una de ellas era una ópera prima producida, escrita y dirigida por desconocidos, pero el personaje lo absorbió hasta la médula: era un patético, tierno e imponente luchador en retiro apodado ‘Mascarita’, que ardía en furia cuando alguien recordaba su nombre de guerra. La película, Matando cabos (2004), había nacido para él y él para ella.
Además de darle su primera de cuatro nominaciones al Ariel -las siguientes por El infierno (2011, ganador), Pastorela (2012) y La delgada línea amarilla (2016)-, Mascarita, sin ser un rol protagónico, convirtió a Cosío en ícono inscrito de inmediato en la cinefilia popular; habían pasado tres décadas desde que un luchador de celuloide lograra tal hazaña.
Para cualquier actor debutante, un personaje como ese supondría la cima y, quizá, la imposibilidad de escapar de ese rol, pero no para Joaquín Cosío. Camaleón con una habilidad natural para transitar entre la ternura y lo despótico, entre el buen humor y los abismos, Cosío dedicó la siguiente década a expandir su rango interpretativo en proyectos tan diversos como Rudo y cursi (2008), Arráncame la vida (2009) o 007: Quantum of Solace (2008), pero quizá dos proyectos de producción más discreta, profundamente urbanos como La sangre iluminada (2007) de Iván Ávila Dueñas y El mar muerto (2010) de Ignacio Ortiz sean el mejor testimonio, en esa primera etapa de su filmografía, de su hondo humanismo interpretativo. La sangre iluminada es la historia de seis personas, o seis cuerpos, que comparten el espíritu de una misma entidad que, de alguna forma, les habita a todos. En un momento cercano al final, hay un close up de Cosío, una especie de anagnórisis en donde su personaje pierde la vista en el vacío del cielo, que toca una dimensión a la cual solo los grandes actores podrían llevarnos. En El mar muerto, le presta piel a un luchador muy distinto a ‘Mascarita’: un boxeador solitario, ensombrecido por la culpa de haber matado a un contrincante en el ring.
Para interpretar a un personaje, sea este bondadoso o aterrador, Joaquín Cosío es capaz de buscar en ellos el cambio, la contradicción y la ambigüedad natural a cualquier ser humano. En un cine como el mexicano, que por décadas ha sido pródigo en arquetipos sociales (charros, policías, carpinteros, burócratas, curas, políticos, etc.), Cosío no ha tenido miedo ni reparo en complejizar, hurgar la vida interior de la clase obrera mexicana más allá del oficio y el prejuicio: el impresionante, inolvidable Cochiloco en El infierno (2010) o el entrañable Gabriel de La delgada línea amarilla (2015) son polos opuestos, pero indisociables, de esta vocación.
El primero, un homicida estremecedor sin medias tintas, es a la vez un personaje mítico de la pantalla reciente tan recordado como Mascarita. El notable mérito de Cosío -a partir del guion escrito por Luis Estrada- fue aportar humanidad -con todas las luces y sombras de lo humano- a un personaje que, por definición, está vacío de ella. Lo aterrador en Cochiloco no es que sea un monstruo, sino un ser humano. En el otro polo, La delgada línea amarilla traza el retrato coral de una cuadrilla de obreros encargados de trazar la línea vial en una carretera de San Luis Potosí: ahí, el Gabriel interpretado por Cosío encarna, desde el humor campechano y camarada, un aspecto de la precariedad laboral y económica que no es opuesta a la del narcotráfico, sino el lado iluminado de la misma luna.
Vista como un sendero recorrido en retrospectiva, la impredecible filmografía de Joaquín Cosío semeja un árbol tan alto, robusto e imponente como él mismo, cuyas ramas se extienden en las direcciones más diversas y del cual, contra todo pronóstico, brotara un fruto distinto en cada temporada. Es un actor con vocación incansable para explorar terrenos silvestres y paisajes que otros considerarían amenazantes. Su trabajo reciente en el emocionante western Sonora (2019) de Alejandro Springall da fe de ello, al encarnar a Emeterio, un indígena yaqui del imponente, feral desierto sonorense cercano a la frontera americana. Ahí, como una vuelta a la semilla, Joaquín Cosío -quien también, por cierto, publica poesía- regresa a los horizontes inabarcables, casi místicos, de su infancia y juventud lejana a las ciudades. Los grandes actores saben hacer eso: entreabrir las compuertas de su memoria más lejana, traer de vuelta la emoción de instantes ya olvidados y construir, casi de la nada, mundos enteros del tamaño de un desierto, del mar, de la memoria misma.
Programa:
Encuentro magistral
06 de febrero | 19:00h
La delgada línea amarilla | Con coloquio
07 de febrero | 19:00h
La sangre iluminada | Con coloquio
08 de febrero | 19:00h
Matando cabos
Primera sesión: 13 de febrero | 19:00h
Segunda sesión: 22 de febrero | 19:00h
El mar muerto
14 de febrero | 19:00h
El infierno
Primera sesión: 15 de febrero | 19:00h
Segunda sesión: 28 de febrero | 19:00h
Sonora
Primera sesión: 20 de febrero | 19:00h
Segunda sesión: 1º de marzo | 19:00h
Belzebuth
21 de febrero | 19:00h
El precio de educarlos
27 de febrero | 19:00h